Que el poder absoluto corrompe es una realidad que nadie discute, a ello será necesario agregar que cuando ese poder se ejerce sin control conduce a: la afectación del juicio, de la moral, de la estabilidad emocional del soberano.
Los síntomas del poder desmedido: narcisismo, el egocentrismo, la distorsión de la percepción de la realidad, la sensación de superioridad, la desconexión de lo que ocurre en el entorno, suponer que de sus juicios superan las evidencias y las normas establecidas, las cuales para ellos no existen y hasta la crueldad que han ejercido muchos como: Nerón, Calígula, Hitler, Stalin, Vlad III de Valaquia, conocido como el Empalador o Vlad Draculea, o los intérpretes de los preceptos del ser supremo.
A lo anteriormente dicho habrá que agregar la manera como muchos empiezan a copiar sin discusión su forma de pensar, desaparece la crítica y es reemplazada por justificar sus acciones, por anti evidentes que ellas sean, o para sobrevivir o para beneficiarse, para vivir sabroso, o peor, para no admitir que se equivocaron al creer en quien, como culebrero, prometió lo que ni siquiera pensó en cumplir.
Los síntomas descritos no son ajenos a lo que está ocurriendo en Colombia, nuestro presidente viene cambiando, no solo de colaboradores, los que reemplaza como se cambia la ropa usada, no solo de compromisos, ya que los adquiridos en la campaña, por la cual votaron quienes lo eligieron, quienes lo hicieron por lo que prometió y no solo por quien ahora piensa que le entregaron la patria para que de ella hiciera cuante se le ocurriera, sino por algo diferente, por un cambio que se resumía en su plataforma inscrita, de la cual, como dice la ranchera, solo nos queda el chisquete, y su deliro de señor.
Petro dedica su tiempo a convertirse en un nuevo redentor de la humanidad, un abogado de causas ajenas y de paso olvida a una Colombia que tiene necesidades urgentes: de seguridad, de que los precios no suban y suban de cuenta de las decisiones de un gobierno al que, botarate, ningún dinero le alcanza. Colombia, su pueblo, ahora sufre y paga por sus desvaríos, por sus peleas contra todo y contra todos, incluso contra quienes le sirven arrodillados.
A pesar de que empiezan a multiplicarse quienes critican y las razones para ejercerla, dado lo inevitable de la realidad: de la corrupción generalizada, de las medidas absurdas y sin justificación, ni legal, ni moral y menos económicamente viables, de las peleas contra los molinos de viento, del crimen y la inseguridad reinantes, todas ellas han conducido a que las instituciones en Colombia despierten y se sumen a la audiencia que crece, como que esperaba Zalamea en su sueño frente a las escalinatas del Ganges; lo que está ocurriendo ha logrado que, ellas, los contrapesos del poder que sostienen la democracia, después de un letargo, se han sumado a la audiencia puesto que que el ejercicio del poder ha sobrepasado las normas, y el egocentrismo, la percepción de lo que está ocurriendo en entorno.
Nuestro presidente no ha logrado llegar a los extremos de los crueles sátrapas que registra la historia, o a los extremos de: Kim Jong-un, o de Putin o de Ortega o los Castro o de los Ayatollahs; no ha nombrado como dicen que Calígula hiciera como Cónsul, a su caballo Incitatus, pero si lo ha hecho con: nómadas políticos y expertos en el manejo de la baraja, o a proxenetas masculinos de un bosque de cuyo nombre no pudo acordarse, o a los ladrones que aloja en embajadas, o a los violentos a quienes protege, o a los homicidas y genocidas indultados, o a los mercenarios a su servicio, o a los falsificadores de títulos y diplomas o a quienes han demostrado su ineptitud, por ello crece, crece la audiencia y Colombia se asoma al abismo del cual no saldrá si en él cae.
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Juan Guillermo Ángel Mejía es ingeniero industrial de la Universidad Tecnológica de Pereira. Exalcalde de Pereira y exsenador y expresidente del Congreso de la República. Fue embajador en Guatemala. Es un pereirano de todas las horas y columnista de GQ Tu Canal
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