Hemingway contó cómo las campanas doblaron al anunciar que los disparos de la escopeta de El Sordo, en las laderas del Guadarrama, eran los últimos que él haría en aquella guerra, “donde los árboles murieron de pie”; el tañido de las campanas no solo anunciaban la muerte, también convocaban a los actos religiosos, señalaban la hora, a rebato llamaban al pueblo cuando repicaban duro o avisaban peligros; algunas, como la que se rompió, les recuerda a los Norte Americanos sus luchas de independencia y eran la voz que anunciaban, con su tercer toque, que ya era tarde para asistir a la misa, cuando mi terruño era eso, un poblado en las laderas de los Andes que se daba ínfulas de gran ciudad.
Cuando me despertó el ronco tañido de la campana mayor, seguido por el más agudo de la pequeña, en uno de esos pueblos que se quedaron dormidos asentado en la cordillera, me asaltaron recuerdos, así que quise ver al campanero, si aún era un ser humano quien cada hora se colgaba de las sogas con la que mecía las sonoras que hablaban ese leguaje que sus vecinos entendían.
Entendí que había lugares que mantenían tradiciones y costumbres, muchas de las que hicieron de esta nuestra tierra un lugar donde se madruga a laborar, a consentir el surco, gente que mantiene vínculos familiares, aquellos para quienes trabajar y trabajar no es una esclavitud sino una manera de vivir sin depender de vendedores de panaceas, a ilusionistas que regalan la fórmula de vivir del Estado sin esfuerzo, ni requisito alguno.
Nos hacen falta las campanas, hoy el campanero es quien avisa a los delincuentes, cuando las necesitamos para advertirnos de los acaparadores de lo ajeno, aquellos quienes, como ocurría en La Edad Media, eran nobles que del sudor de la gleba vivían, privilegiados que decidían el cuanto, el qué y el cómo.
Los de entonces y los de hoy logran que la comunidad termine sin conocer alternativa distinta a la de servir sin pedir factura, a pelear detrás de una quimera.
Cómo nos hacen falta las campanas para hacernos entender que esta nueva etapa de la guerra que enfrentan a primos desde hace centurias, en la que: Hamas, Isis, Hezbollah, Yihad islámica, Al-Qaeda y tantos otros que matan en el nombre de Alá y les responden sus adversarios con las mismas armas letales, guerra que se nutre del petróleo que se convierte en oro suficiente para dotar y sostener a quienes blanden las más letales armas, y del gran capital del otro lado, ha entrado en un receso, el que esperamos dure.
Claro que nos hacen falta para que los derrotados guerreristas y los seguidores de la tesis de Lenin y Stalin, al haber perdido la razón de sus llamados a voluntarios al combate, en otro disparate increíble, ofrecen donar lo ajeno, enviar oro, el que allá abunda y aquí falta para suplir las más urgentes necesidades de los desposeídos, de las víctimas de esa violencia que parece ser tolerada cuando quien la ejerce se cubre con bandera de guerra o se tapa con mantos que son de la infamia allá y de la solidaridad aquí; no es así, en el Medio Oriente no hace falta dinero, allá sobra para mantener los 40,000 de Hamás y los miles de las otras huestes que de la guerra han hechos su razón de existir, de la sinrazón que afecta a unos pueblos que han servido de escudo y mártir, a tal punto, que hoy rechazan a quienes fueran sus gladiadores.
Hacen falta las campanas que le recuerden a nuestro presidente a quien reclamaba, en nombre del pueblo, que queremos que nos trates a nosotros, a nuestros bienes, a nuestros hijos, como quieres que te traten a vos, a tus bienes, a tus hijos.
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Juan Guillermo Ángel Mejía es ingeniero industrial de la Universidad Tecnológica de Pereira. Exalcalde de Pereira y exsenador y expresidente del Congreso de la República. Fue embajador en Guatemala. Es un pereirano de todas las horas y columnista de GQ Tu Canal
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