Llegó el día en que, al levantarme, escuché que Miguel Uribe Turbay había muerto. Desde que sucedió el atentado, hace más de dos meses, recibí la sentencia de parte de mi médico francés: Martha, es muy difícil sobrevivir a dos disparos en la cabeza, seguramente va a morir y, si no muere, quedará en muy mal estado, con muchas lesiones en órganos y sistemas vitales.
Pero los colombianos esperamos siempre el milagro, creemos en ellos y los necesitamos cotidianamente. Si no fuera así, si tuviéramos la descreída y fría racionalidad de los franceses, por ejemplo, ¿cómo haríamos para vivir en este amado y sufrido país?
Para consolarme, quise buscar una estadística, aunque mis dos hermanos asesinados y la vida marchita a destiempo de mis padres en razón a esta tragedia, la muerte de Diana, de Miguel y de tantos otros, no pueden comprenderse en una cifra.
Buscaba un número para darme una especie de certeza de lo que aquí sabemos bien: son muchas las familias colombianas que a lo largo de los últimos sesenta años han llorado sus muertos. Como hoy, la familia de Miguel lo llora a él. Al constatar su muerte se esfuma una buena parte de la esperanza que veníamos atesorando, el anhelo de vivir en un país en el que, al menos, una figura de oposición pudiera expresar sus ideas en el espacio público sin temor por su vida.
Y no es que Miguel no sospechara, como nosotros, que en la oscuridad acecha la muerte, eso se nota en los insistentes llamados -desoídos con la más ramplona negligencia- a la Unidad de Protección pidiendo que le reforzaran su esquema de seguridad.
Pero, también confiaba, como lo hacemos todos, con esa mezcla de felicidad innata y persistente inocencia que nos distingue como pueblo: creemos, porque no queremos sufrir más.
Esperamos, porque sentimos que, al fin, vamos a ser dignos de vivir en un país en paz.
Y por eso, apelando a nuestro entusiasmo innato, salimos a las calles a trabajar, a festejar, a hacer política y a decir verdades, aún a sabiendas de que la calle es peligrosa. Y lo hacemos con la candidez de quien solo quiere lo mejor para su tierra y para los que en ella habitan, tanto si son desconocidos como si se trata de su propia familia. Eso era lo que estaba haciendo Miguel el pasado y fatal 7 de junio.
Que se iba a morir, seguramente en el fondo lo sabíamos, pero quisimos encomendarnos, abandonarnos a la idea de que podía levantarse de su condición de desahuciado y venir a salvarnos de nosotros mismos.
Pero no, hoy recibimos la constatación de una muerte que comenzó hace mucho, desde el día en que Miguel decidió oponerse, sin más herramientas que su voz y su fuerza interior, a los oscuros poderes que hoy devoran nuestra Patria.
Lo vemos por todas partes, sentimos avanzar el monstruo y crecer el terror, el mismo que en su ofensiva acumula la vergonzosa cifra de 8.8 millones de colombianos desplazados de su tierra, de su hogar, a los que seguramente les han arrancado violentamente no solamente sus pertenencias sino sus seres queridos.
A estas alturas de la degradación del discurso, de la ineficiencia de las instituciones y de la politización de la justicia; de la entrega de la sociedad, del territorio, la economía y las costumbres a los narcos; de la anomia que se ha tomado los sectores urbanos; de los dos o tres muertos con los que recibimos todos los días en Pereira o en otras ciudades y pueblos de nuestro país: ¿quién puede decirnos a ciencia cierta para donde vamos?
¿Quién nos va a guiar para salir de este agujero en el que nos hemos metido por nuestra falta de ética, por el amor al dinero fácil, por la hipocresía o la apatía que nos hacen voltear la cara para otro lado y aceptar el crimen, la corrupción, los dineros mal habidos, la persistente violación a las normas y reglas de convivencia social, como si en eso no tuviéramos nada que ver?
Solo puedo pensar en Claudia, en María Carolina, en Miguel padre, en Alejandro. ¿A sus cuatro años de edad, qué mal le ha hecho Alejandro a la sociedad colombiana, para que hayamos permitido que ingrese a la infame lista de los huérfanos, hijos de los mártires que nos va dejando esta violencia que nunca acaba?
Estamos llegando al peligroso e irreversible momento que cantó el poeta: todo no vale nada, si el resto vale menos.
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Martha Alzate Hincapié es Ingeniera civil con Maestría en Administración de Empresas y Doctorado en Literatura. Fue Secretaria de Planeación de Pereira y candidata a la Alcaldía de Pereira.Es columnista de GQ Tu Canal.
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