Siempre hay que calcular bien las consecuencias de todo acto. Esta sentencia, que parece la frase de una madre, es lo que se llama una verdad de Perogrullo.
Lo simpático es que, en muchos escenarios y momentos, la frase de marras es ignorada o desoída.
Aunque es imposible anticiparlo todo, también es cierto que en el mundo político el cálculo es la habilidad vital, no sólo para el éxito sino para la supervivencia.
Por eso resalta tanto el posible error que está a punto de cometer la facción que ha llevado al expresidente Uribe a juicio, cuya sentencia, absolutoria o condenatoria, se conocerá, justamente, el próximo 28 de julio.
Este proceso, que por supuesto es político (sería una necedad o una frivolidad afirmar lo contrario), ha tenido varias características: lo deleznable de las pruebas, el andamiaje de la propia acusación al cual se le ven demasiado las costuras, una clara falta de imparcialidad de los representantes del aparato de justicia que ha quedado en evidencia incluso en bochornosos episodios en los que olvidaron cerrar el micrófono; entre otros aspectos que han degradado la imagen que los colombianos tienen del sistema judicial, ya bastante desgastado por la omnipresente impunidad.
Sin embargo, lo más significativo de este capítulo de la vida nacional, en mi opinión, es el despliegue de odio, de virulencia, de pretendida severidad de la justicia en comparación con el calibre del presunto delito.
En un país donde la corrupción y el crimen prosperan, tanto el conducido por las grandes y poderosas organizaciones ilegales trasnacionales (que se han tomado medio país, incluso llegando a empadronar la población), como el delito que podría llamarse simple; digo que en una sociedad azotada por tantos y tan graves males que acosan todos los días a los ciudadanos de a pie, es al menos llamativo que se esté discutiendo si se condena a un expresidente en razón de su pretendida culpabilidad en haber sobornado unos testigos, en acontecimientos harto entreverados y confusos y, digamos, de carácter más bien procedimental.
Es decir, que no les parece tan grave a los opositores de oficio, a los oponentes de todo y de cualquier cosa, a los criticones de los que se atreven a hacer, a los apóstoles de la verdad teórica nunca puesta en práctica de tan perfecta, a esos, no se les despeina un pelo con los escándalos de la Unidad Nacional para la Gestión de Riesgos y Desastres y los carrotanques podridos en La Guajira, no les importan los desplazados del Catatumbo, no los mueven a la más mínima reacción los comportamientos delictivos de los Olmedo López o los familiares del Presidente Petro (hijo y hermano), o el detrimento patrimonial de Ecopetrol; y les resbalan los escándalos relativos a la turbulenta vida de quien mal nos gobierna o de sus aliados más próximos como Sarabia o Benedetti.
No señor, nada de eso es “grave”, porque lo que va a perjudicar o a salvar el país, según ellos, es absolver o condenar a Uribe por una razón tan nimia que casi sería risible sino fuera un reflejo de la tragedia, o mejor, del circo en el que se ha convertido este pobre remedo de nación.
Me dirán los practicantes de la corrección política, acomodaticia o siempre prejuiciosa, o los simples gamberros apertrechados en sus trincheras virtuales, que la única manera de condenar a los poderosos por crímenes, que dicho sea de paso la justicia (hostil como ha sido al expresidente Uribe al menos en los últimos quince años) no ha podido comprobar, es por pequeñas sutilezas como esa de dar unos auxilios a unos presos, potenciales testigos en un proceso que tuvo como punto de partida la denuncia del hoy acusado de un plan para lograr lo que no han podido hasta hoy: su vinculación con grupos paramilitares.
Yo les respondo: no me creo jueza de nadie, apenas si me atrevo a pensar por mí misma y a salirme de la horda embrutecedora que vocifera “condénenlo” porque, según ellos, cualquiera bien informado debería suponer que es culpable, aunque sea de algo, de cualquier cosa.
Lo que sucede es que no me gusta el manual, no quiero suscribir porque sí las tesis de cierta intelectualidad o políticas de izquierda, y no porque sea de derecha como me acusan cuando opino con independencia (también me acusan de izquierdista los furibundos obtusos de derecha, cuando he expuesto argumentos en sentido contrario), sino porque lo que he visto de este juicio y lo que siento como simple ciudadana, es que es por lo menos insensato pretender condenar a un expresidente por una causa tan anodina, en un país donde la corrupción y el crimen campean a sus anchas y en la totalidad impunidad.
Y, además, es contraproducente en términos prácticos, o mejor, sería un error no calculado de grandes consecuencias para la supervivencia de los grupos políticos de izquierda y la estabilidad democrática del país.
Lo que equivale a decir que, si saborean de antemano esa pírrica victoria, corren graves riesgos de morir ahogados en su propia bilis.
Advertidos están, como si fuera por la mamá, de que hay que calcular bien las consecuencias de todo acto, sobre todo de los actos políticos.