DESPIERTE, PRESIDENTE

No sólo los huérfanos, las viudas, los heridos y las fuerzas del orden están de luto, también lo está la patria.

Cómo no sentir con ellos el dolor que no se cura con discursos. Lo cierto es que la violencia campea en las cuatro esquinas de la patria, que regresamos a lo que pensábamos haber dejado atrás.

Nuestra inútil solidaridad con las víctimas de las bombas en Cali, con los policías asesinados por quienes celebran haber coronado una masacre y con los que caen cada día víctimas de las bombas asesinas, de las balas disparadas a mansalva, de la cobarde emboscada, de los tatucos envenenados.

“Para reducir la violencia y reprimirla, ya lo estamos viendo, es preciso que la Nación entera, sin reservas, se dedique a ese trabajo supremo, no con la cándida esperanza de que cada iniciativa o cada acción aislada produzca el milagro de la paz, sino acondicionándose para una larga empresa que puede requerir la alteración de la mayor parte de nuestros hábitos, de nuestros conceptos y de nuestra capacidad para resistir duras pruebas. Sabemos que la violencia sobrevive por la impunidad. La impunidad es en gran parte ineficiencia, en parte, ojalá mínima, complicidad con los violentos. Pero los violentos y sus cómplices, por razones política o económicas, no son sino una exigua minoría del pueblo que solo anhela y pide la restauración de la paz”.

Así se expresó el Dr. Alberto Lleras cuando asumió la Presidencia en 1.958, hoy ocho lustros después, ese discurso continúa vigente.

Por alguna razón la violencia se ha convertido en nuestra compañía, década tras década hemos buscado la anhelada paz, la hemos convocado, la hemos ofrecido, la hemos rogado, pero no hemos conseguido tocar el encallecido corazón del verdugo, la guerra no quiere darle tregua a un pueblo que vive aterrado con la barbarie de la bomba.

Colombia ha suplicado tanto la paz, que ya duda que los portadores de la muerte deseen sinceramente abandonar su lúgubre tarea.

Tomado del discurso que pronuncié, el 7 de agosto de 1.998, en la Plaza de Bolívar de Bogotá, para dar posesión al presidente de la República.

La paz, acompañada de la impunidad, la que ha sido la fórmula de Santos y de Petro y ha resultado un fracaso; las FARC, que pactaron con Santos, se dividieron en dos bandos, en uno los que accedieron a las mieles del poder, los congresistas sin votos y parte de su tropa que ha cumplido sinceramente con aquello de no matar y otro bando comandado por los que no alcanzaron curules regresaron a sus territorios y campamentos y solo adquirieron un apellido para diferenciarse de los que están legislando, cultivando, emprendiendo.

Lo éxitos parciales algo han aportado, no mucho por cierto, pero la paz total de Petro, la que ha ordenado dejar en libertad a los más violentos, ha fracasado, a tal punto que las tragedias recientes, el asesinato de Miguel, las bombas de Cali y la masacre de Amalfi, todas ellas fueron ordenadas y ejecutadas por los que, por decreto, fueron liberados, con la excusa de la paz total.

Aquí cabe la pregunta de si ellos fueron liberados por la complicidad que reclamaba Lleras Camargo, o por la ingenuidad de quienes con Belisario, blandieron pañuelos blancos, para implorar la clemencia de los veteranos asesinos y secuestradores y violadores y surge otro interrogante: si cabe responsabilidad en quienes ordenaron la libertad de los que no han dudado en continuar haciendo lo que siempre han hecho: asesinar, bombardear, agredir a los indefensos.

Despierte presidente, la gente de a pie, los soldados y policías no pueden seguir siendo inmolados sin posibilidad de defensa y ante la mirada indolente de un gobierno que a los unos les ha quitado sus escudos, sus armas, sus derechos y les ha amarrado las manos y a ciudadanos inermes los ha dejado como carne de cañón, a merced de los violentos.

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Juan Guillermo Ángel Mejía es ingeniero industrial de la Universidad Tecnológica de Pereira. Exalcalde de Pereira y exsenador de la República. Es un pereirano de todas las horas y columnista de GQ Tu Canal

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