Hay algo peor que el abandono institucional: la autodemolición ciudadana. En Pereira hemos perfeccionado el arte de destruir lo propio con una eficacia quirúrgica.
No porque lo ajeno sea mejor, sino porque aquí, todo lo que no haya sido hecho por mí -o bajo mi gestión- simplemente “no sirve”. Citando a un gran amigo, es una forma de “canibalismo parroquial”: el que no construye, dinamita; el que no lidera, sabotea; y el que no entiende, vocifera.
Así ha ocurrido con el Aeropuerto Internacional Matecaña. Exgerentes que durmieron en el poder ahora juegan al opinador crítico. Dirigentes gremiales que jamás asistieron a una junta de planificación estratégica, hoy dictan cátedra sobre aeropuertos intercontinentales desde la comodidad del “debería ser”. Pilotos y empleados de aerolíneas que bien conocen la lógica técnica de una pista, pero no la rentabilidad de una ruta, ya lo declaran “insuficiente” o “caducado”. Pero todos callaron -incluso aplaudieron- cuando no se hacía nada.
Incluso cuando se nos ofreció el aeropuerto Santa Ana de Cartago, hace ya varios lustros, dicho ofrecimiento fue tratado como una “enguanda”, un problema más que una solución estratégica. Lo paradójico es que quienes en su momento lo rechazaron con desdén, hoy son los mismos que claman por el traslado de la terminal.
Y si vamos un poco más allá, aquellos que intentaron retomar la iniciativa se encontraron con el precio de las malas decisiones heredadas: el Valle de Cauca ya reconoció su potencial. Será solo cuestión de tiempo para ver el resurgimiento de esa terminal.
La nueva moda es idealizar un aeropuerto en el Valle del Risaralda. Fantasean con una terminal monumental, con rutas directas a Madrid, a China o la luna, como si eso dependiera de voluntarismo político y no de un mercado real, dinámico, solvente.
Confunden pistas largas con pistas rentables, y niegan con desdén parroquial que Pereira ya tiene una infraestructura moderna, funcional, con capacidad para movilizar hasta seis millones de pasajeros al año. Hoy apenas rozamos los tres millones.
¿De verdad creen que una aerolínea instalará una ruta transatlántica porque sí, por decreto local o por nostalgia gremial? Las aerolíneas son empresas, no obras de beneficencia: van donde hay pasajeros, carga, turismo, negocios, conexiones. Y eso no se impone; se construye.
El territorio debe madurar, generar demanda, fortalecer su identidad económica y social hasta volverse inevitable. Esa es la clave. No se trata de cuántos vuelos soñamos, sino de cuánta demanda real podemos generar.
Matecaña no es perfecto, pero es rentable, estratégico y ampliamente subutilizado. Sería una estupidez histórica reemplazarlo cuando ni siquiera lo hemos exprimido al 50 % de su capacidad.
¿Queremos hablar de futuro, de expansión, de un aeropuerto regional de gran escala? Hablemos. Pero no destruyendo lo que funciona, sino proyectando lo que falta. Y sobre todo, entendiendo que el tiempo aeronáutico no se mide en emociones ni discursos: se mide en modelos de rentabilidad, oferta-demanda, dinámica social, geografía, y consistencia técnica.
En vez de dinamitar lo que ya tenemos, deberíamos afinar la inteligencia colectiva para consolidarlo. Y sí, pensar en grande. Pensar en 30 años.
Porque si el objetivo es un nuevo aeropuerto para dentro de tres décadas, entonces el Concejo de Pereira debe promover ya un proyecto de acuerdo que ubique esta meta estratégica en la agenda de todas las administraciones futuras. Para eso se gobierna. Para eso se sueña. Para eso se planea.
Lo demás, el escándalo, la demolición simbólica, la sátira pobre disfrazada de crítica, no es más que ruido. Y Pereira no necesita más ruido. Necesita más visión.